Nuestros días son de un tomo amarillo; rojos al atardecer. A los miles de millones de litros de aceites que quemamos continuamente en el interminable girar del planeta, sumamos los cientos de billones de metros cúbicos de madera que se queman en los veranos de sus sendos hemisferios. Selvas, bosques, estepas mueren y son convertidas en humo y hollín que se suman para hacer de la atmósfera un pesado y denso miasma. Sobre-calentado por el ardiente sol que hoy vive sus tremóres cíclicos. Exitada, turbulenta y torcida sobre si misma, la gran bola de fuego -tan aplastada por su enorme gravedad que se comporta como un enorme océano- revienta escupiendo su rugiente interior sobre la vecindad entera del sistema solar: nuestra pequeña burbuja de luz en el infinito frío del espacio profundo.
El calor sube.
Hoy miro a mi hijo. Lo veo crecer. Le doy aceite de hígado de bacalao y cuando cierro la tapa pienso: "¿Sus hijos podrán tomar aceite de hígado de bacalao. Existirá el bacalao en apenas 20 años?" ¿Podrán sobrevivir las frágiles criaturas al más desesperado embate de nosotros, los amos del mundo? Habremos de hacer maquinas y mas maquinas que con su acero inerte cortan, pinchan, desgarran la piel y los huesos; el corazón de todo ser vivo -incluidos nosotros- en este planeta olvidado de Dios. Condenados por ser los mejores, los mas listos, los más adaptables a los cambios que el planeta da; seremos los últimos en morir, rodeados de las cenizas y los huesos de un pasado que no regresa. Y que tanto habremos de añorar: mañana mas que hoy.